Cuando en la tarde del miércoles 11 de septiembre Venetia Aldridge se puso en pie para volver a interrogar al principal testigo del fiscal en el caso del Estado contra Ashe, sólo le quedaban cuatro semanas, cuatro horas y cincuenta minutos de vida. Porque los asesinos no suelen avisar a sus victimas de los crimenes que tienen previsto cometer. Y esa muerte en particular, por terrible que fuera el último segundo de su pasmosa comprensión, llegó misericordiosamente libre del terror anticipado.
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